ESCENARIOS IMBORRABLES.
Hay imágenes de mi infancia que se quedaron pegadas como chicle en el pelo.
Una de ellas es el cuarto en donde mi abuelo Antonio guardaba sus aperos.
Era un cuarto de tiliches. No, qué va. Era un espacio, cuarto-museo de utensilios para la siembra, para la monta, para la carga, para la ordeña, para el herradero.
Un espacio de 3 por 3, semioscuro, fuera de la casa principal, sin ventanas y protegido con una puerta desvencijada que servía sólo para evitar la entrada de perros y cerdos.
Para detectar su precioso contenido había que esperar más de un minuto después de haber entrado. Junto a las imágenes que iban apareciendo, me llegaba el inconfundible y agradable olor a sudor de caballo que salía de las caronas y monturas. Veía las carreras alocadas de los ratones que hacían su agosto en la soledad y penumbra del cuarto; admiraba su osadía de retarme cuando detenían su huida y se posaban en la cumbre de un mango de azadón.
Me encantaba montarme en los fustes encuerados, desprovistos de arzones, cantinas, tientos, cinchos y argollas, restos de jóvenes monturas a las que ya les había llegado su tiempo de descanso.
Más allá, veía pequeños cajones sueltos, llenos de grapas (grampas, decía mi abuelo Antonio y lo repetía yo). Cerca de ellos, enganchadas en la pared, veía "patas de chiva", que eran pequeñas barras de acero con orejas en un extremo y paleta en otro, indispensables para estirar el alambre de púas o para sacar la vieja y aplastada grapa inservible e incrustada en el viejo poste que todavía se mantenía de pie.
Recuerdo también sogas y pitas para lazar, cuidadosamente enrolladas en perfectas espirales y colgadas a ras de pared atoradas en un gancho.
Me gustaba tomar por el mango de fierro fileteado, la cuarta con que mi abuelo acicateaba a su caballo para que apresurara el paso; yo lo imitaba golpeando suavemente mi muslo derecho.
Quedaba admirado al contemplar y tocar con mi mano la cabezada y todos sus componentes, el freno, las riendas...
Y qué decir de ese fierro de herrar en cuyo extremo opuesto al mango estaba artísticamente formada la A de Antonio, adornada en su patita derecha con la D de su apellido Delgado.
Recordé al diablo rojo de la lotería mexicana cuando me tropecé con el bieldo que usaba mi abuelo para aventar la paja del trigo y liberar el grano, o los trozos de la vaina seca del frijol.
Vi los aparejos de burros y mulas en donde mi abuelo acarreaba leña y los costales llenos de mazorcas en los años buenos, o moloncos en los años malos.
Podría durar mucho tiempo ahí, de no ser por los gritos de mí madre Lucía o mi abuela Chole, cuando me buscaban preocupadas por mi prolongada ausencia.
¡Qué olores aquellos! ¡Qué muestrario tan hermoso! ¡Qué recuerdos!
No cabe duda que la tercera edad es almacén de carretes cinematográficos de películas en blanco y negro, respetuosamente mudas.
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